Los seres humanos amamos el arte de la transfiguración.
Adoramos los disfraces. Tal vez, porque detrás de ellos podemos ocultar nuestros temibles defectos y nuestras más oscuras frustraciones. En un baile de disfraces, las personas se desprenden de sus inhibiciones y danzan, entre otras cosas, sin temor a ser criticadas. Se liberan de sus principios y de sus prejuicios, porque en el fondo, detrás esos disfraces, detrás de las máscaras, han dejado de ser ellos mismos.
Existen disfraces “divertidos”, están los disfraces de moda, con los colores de moda, los cabellos peinados a la moda, que esconden personas que jamás estarán de moda.
Existen también los “serios”, los usan aquellos que no toman nada con seriedad y confunden la responsabilidad con el mal humor.
Los disfraces más comunes son los de entrecasa.
Los usan los esposos cuando no quieren amar de verdad o no saben hacerlo.
Los usan las esposas, que están asfixiadas por la rutina y sufren migraña por las tareas del hogar.
Los usan tristemente las madres, cuando nada las motiva, ni sus propios hijos y los usan los hijos, cuando los padres no han aprendido a darles afecto de verdad.
Por lo tanto, todos llevamos nuestros personajes por la vida.
Lo terrible es que algunas personas se olvidan de quienes son en realidad y cuando se van a la cama no concilian el sueño porque no soportan lo que ven cuando se quitan la máscara.
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